Steve McQueen falleció hace más de un cuarto de siglo, pero dejó estela como pocos. Hoy su imagen es emblema de lo cool y de ella usan y abusan los publicistas, en foto fija para anunciar relojes o digitalizando imágenes suyas para vendernos la moto, el coche, lo que sea. Incluso una película potencialmente infantil como Cars (John Lasseter, 2006) pone el apellido de McQueen a su héroe de cuatro ruedas veloces. Fue un mito relativamente efímero en vida (su época de esplendor transcurrió entre mediados de los sesenta y mediados de los setenta) pero de larga proyección post mórtem. Sus primeros pasos en el cine llevaban adherido el marbete de "joven rebelde" en la onda de James Dean: ahí está, irrefutable, su personaje secundario, con pinta de pandillero camorrista, en Marcado por el odio (Somebody Up There Likes Me, Robert Wise, 1956), película protagonizada por Paul Newman, con quien compartiría, dos décadas más tarde, cabecera de reparto multiestelar en El coloso en llamas (The Towering Inferno, John Guillermin, 1974); y con él volvería a colaborar, desde la ultratumba, en Cars: Newman es la voz original de Doc Hudson, un conmovedor cruce entre el juez Roy Bean y el pasado de moda Eddie Felson de El color del dinero(Martin Scorsese, 1986).
Pero volvamos a McQueen. Entre 1958 y 1960 fue el protagonista de Wanted: Dead or Alive, una serie de televisión del Oeste que le reportó notoriedad y, sin duda, fue decisiva para su elección en Los siete magníficos (1960), de John Sturges, cineasta que le daría su primer papel protagonista relevante en La gran evasión (1963). De ahí al cielo: El rey del juego (The Cincinnati Kid, Norman Jewison, 1965), Nevada Smith (Henry Hathaway, 1966), El Yang-Tse en llamas (The Sand Pebbles, Robert Wise, 1966) y, de nuevo bajo las órdenes de Jewison, El caso de Thomas Crown (1968), película de alto riesgo para el actor: acostumbrado a vestir vaqueros y aparecer con el torso desnudo, tenía que interpretar al multimillonario más elegante del planeta; salió del envite sin un solo arañazo.
Y luego vino Bullitt (Peter Yates, 1968), una de sus creaciones más logradas. En este thriller realista inspirado en una novela de Robert L. Pike, un McQueen en perfecto estado físico dio vida al teniente de la policía Frank Bullitt, un tipo duro pero no chulesco (nada de Frank el Sucio), capaz de armonizar la compra diaria en el supermercado con las persecuciones en coche más frenéticas. De hecho, Bullitt ha pasado a los anales por una larga, vibrante, tensa persecución por las empinadas calles de San Francisco y luego por una autopista. McQueen, amante de los bólidos y la velocidad, quiso protagonizar personalmente todas las escenas de acción, pero la compañía de seguros solo le permitió hacerlo en un par o tres de tomas. El montador Frank P. Keller ganó el Oscar por la espectacularidad de esas escenas, luego copiadas hasta la saciedad en docenas de filmes policíacos; sólo Contra el imperio de la droga (The French Connection, William Friedkin, 1971) lograría estar a su altura en otra memorable secuencia de persecución rodada en Nueva York. Hoy, la magia digital hace prodigios sobre el asfalto, pero el verismo de Bullitt es puramente físico, sin truco, como el de La huida (Sam Peckinpah, 1972), otro de los clásicos de genuflexión de McQueen trufado de trepidantes momentos sobre ruedas.
VAUGHN, EL OTRO MAGNÍFICO
Robert Vaughn, el corrupto senador de Bullitt, había coincidido con McQueen en Los siete magníficos, en un papel que retomaría en clave paródica en Los siete magníficos del espacio (Battle Beyond the Stars, Jimmy T. Murakami, 1980). Vaughn era entonces un actor popular gracias a su papel de Napoleón Solo en la serie televisiva El agente de C.I.P.O.L.
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