Obra maestra total y absoluta, redonda, perfecta, dnde se torna imposible encontrar ni un solo minuto de metraje que desentone dentro de un conjunto poseedor de una sorprendente homogeneidad estética, que armoniza escandalosamente con la esencia que le da sustento; el paradigma de lo que puede ser una película que consiga acceder a la categoría de indisoluble unidad entre la forma y el contenido, sin fisuras ni arritmias ( Según cita Robert Mitchum en su autobiografía, el guión original de
James Agee era totalmente inservible, por lo que el propio Laughton tuvo
que reescribirlo entero). Existen muchasn películas imprescindibles, obras maestras algunas menos, pero en la historia del cine encontramos muy pocas uqe además consigan trascender al espectador como una obra de arte con esa pátina de unidad total, capaz de funcionar como un sistema autónomo de expresión, donde ambos componentes, forma y contenido, se disponen, supeditados hasta sus últimas consecuencias, en pos del objetivo de representar un cuento moral, apartándose de cualquier intento de naturalismo, acudiendo, sin embargo, a un expresionismo nunca visto ni en los mejores momentos del cine alemán en los años veinte.
Si las matemáticas se pudieran transformar en imágenes, se materializarían en la precisión que la dirección de Laughton y la fotografía de Stanley Cortez exhiben con descaro: encuadres pulcros, planos estáticos, fríos, donde los movimientos de cámara, siempre escasos y lineales, bien podrían ser el reflejo de una hipotética función matemática. La planificación, la iluminación, los decorados interiores, los oníricos y falsos exteriores construidos en el set (la escena en que Harry Powell aparece en el horizonte montado a caballo es en realidad una falsa perspectiva, ya que se trata de un actor enano a lomos de un poni), la música y las interpretaciones; todo ello, al unísono, se dirige hacia la encarnación visual de antagonismos tan ancestrales, primarios y extremos como son el bien y el mal, el amor y el odio, la luz y la oscuridad, la presa y el cazador, lo tierno y lo grosero, la inocencia y el pecado; todo a través de un discurso mostrado en forma de fábula terrorífica, donde los matices no existen, todo es simple y terrible a la vez, en blanco y negro, un precioso blanco y negro. Decorados, pareees, espacios, todos desiertos de objetos, donde sólo encontramos lo esencial, engalanándose únicament econ luces y sombras, exageradas y amenazantes, que llenan hasta el último rincón. Se trata de un todo ensimismado en sus símbolos, en su tratamiento irreal y alucinado de la historia, como si de una pesadilla en forma de fábula se tratara, muy emparentada, aunque con premisas más elaboradas y con más frentes abiertos, con la otra obra maestra que es En compañía de lobos (The Company of Wolves, Neil Jordan, 1984), ambas transmutadas en cuentos de horror.
No sabemos si el maravilloso actor inglés que fue Charles Laughton era misógino (además de esta supuesta fobia, a Charles Laughton no le gustaban demasiado los niños; por ello muchas de las escenas con la pareja de hermanos la dirigió realmente Robert Mitchum), lo que sí declaró él mismo fue su homosexualidad, pero existen varios guiños en esta su primera última (aunque desde nuestra perspectiva actual no lo comprendamos, la película fue un fracaso crítico y comercial en el momento de su estreno, lo que , unido al no lejano fallecimiento de Laughton -murió de cáncer en 1962-, le impidió volver a ponerse tras las cámaras) película que podrían hacérnoslo pensar. Por un lado, el falso predicador lleva una navaja automática en el bolsillo de su americana, navaja que a escondidas abre furioso ante las muestras de coquetería femenina que se suceden en la película que ve en el cine; por otro, está su encuentro en la calle con una de las niñas acogidas por le personaje de Lillian Gish, personaje que hace el comentario: "Qué tontas son las mujeres", cuando ve cómo las chiquillas se emocionan con sus sueños de amor. Igualmente, Harry Powell/Robert Mitchum, una vez ha conseguido llegar al matrimonio con la inocente viuda, deja claro que no pretende en absoluto tener encuentros carnales con su nueva esposa, a la que evita; eso no es lo que busca. Abierta queda la crítica a la sociedad rural americana, la tan vilipendiada, no sin motivos, América profunda, puritana, hipócrita y retrógada, con las contradicciones y esquizofrenias que todo ello le genera, representada aquí en su cara más oscura tras el personaje de Harry Powell. Sólo es necesario observar los rostros de los espectadores de su entorno en la sala de cine, rostros lascivos que rodean el rostro malhumorado de Mitchum; siendo la otra cara del sufriemiento que provoca esa situcación la representada por el personaje de Shelley Winters, que una vez asume la castidad forzada a la que le obliga su nuevo esposo, no hace otra cosa que predicar lo mismo ante sus parroquianos, cuando claramente no es eso lo que anhela, sino todo lo contrario. Hipocresía que, pese a ser criticada por Laughton, éste no dudó en seguir del mismo modo en su vida privada (Charles Laughton reconoció públicamente haberse casado con Elsa Lanchester para ocultar su homosexualidad, e incluso reconoció no haber llegado a consumar el matrimonio).
Todos los actores están en la línea que marca del tono general, único e intrigantemente homogéneo (no me cansaré de repetirlo) de la película, llevándose la palma, por supuesto, Robert Mitchum (Laughton ofreció inicialment eel papel de Harry Powell a Gary Cooper, lo que éste rechazó por pensar que iría en detrimento de su carrera), representando la maldad más diabólica y salvaje, con guiños terroríficos que le delatan: su aparición boca abajo como un murciélago, desde la litera de arriba, cuando descubre a su compañero de celda hablar en sueños en referencia al botín de un robo; su carrera escaleras arriba con los brazos extendidos tras los niños, como si del mismo Nosferatu de Murnau se tratara; así como su semejanza con una bestia herida o un alocado personaje de cartoon al huir tras un disparo cercano. Como antagonista de Mitchum nos encontramos a una Lillian Gish que demuestra por qué fue una superstar del cine mudo; su sola presencia tienen una potencia y expresividad increíbles, representando el polo más opuesto de Harry Powell, la extrema bondad y la dulzura, modelos tan antagónicos como los conceptos que la película, en su misma esencia, trata de dejar bien claros. Planos tan inquietantemente oníricos como el del cadáver dentro del coche, en el forndo del río, o el de los niños vistos viajando en barca a través de una telaraña en primer plano entran directamente en el catálogo de momentos imborrables de la historia del cine.