viernes, 16 de agosto de 2013

Universal y el cine clásico de terror

Institucionalización de los mitos clásicos

Como es el caso de todos los grandes estudios de Hollywood, el origen de la productora Universal está intimamente unido al nacimiento del cine americano, a los primeros escarceos de los pioneros con lo que poco a poco pasaría de ser un espectáculo de feria a convertirse en una floreciente industria, sustentada por un gran poder económico y con más influencia de la que se le podría suponer a una actividad económica centrada en el mundo del entretenimiento.

La historia de Universal es la de un emigrante alemán, Carl Laemmle, quien todavía adolescente viajó a Chicago en 1883, donde sobrevivió como pudo hasta el momento en que, contando con una edad en torno a los treinta años, empezó a trabajar como contable en una tienda, paso previo al hecho de abrir su propio comercio en 1905. Pero su clara vocación empresarial no terminó ahí. Se le presentó la ocasión de comprar una de aquellas arcaicas salas de exhibición llamadas nickelodeon: unas pequeñas salas de exhibición de películas, parecidas a teatros, dotadas de acompañamiento de piano u órgano y cuya entrada, de ahí su nombre, costaba una moneda de cinco centavos, llamada nickel. La suerte hizo que recuperara la inversión en pocas semanas, lo que dio pie a la compra de una segunda sala. Una vez introducido en el negocio, decidió montar una distribuidora que le permitiese cierta independencia en cuanto al suministro de películas, para de paso quedarse él con un margen de beneficios adicional, que normalmente habría quedado en poder de extraños si hubiera tenido que alquilar las películas a otros, películas cuya rotación en las salas solía ser diaria. Como colofón de tanta ambición decidió dar un último paso, fundar una productora, con lo que controlaría el incipiente negocio del cine desde el mismo origen del producto, hasta el momento final de su ciclo, la exhibición en las salas.

Lon Chaney, en La casa del horror (London After Midnight, 1927), película dirigida por Tod Browning y de la
cual no se ha conservado ninguna copia. En ella, Chaney interpreta a un detective de Scotland Yard, poco que
un trasunto de Van Helsing, a la vez que a un falso vampiro. La posterior La marca del vampiro (Mark of the
Vampire, 1935), también dirigida por Browning, es un remake de aquella.


Así es como fundó en 1909 la Independent Moving Picture Company (IMP), donde la primera palabra que figura en la denominación de la compañía indica claramente cuál fue la postura de Carl Laemmle ante los intentos de oligopolio llevados a cabo por una serie de empresarios del mundo del cine asociados en la Motion Picture Patents Company, que englobaba desde fabricantes de cámaras, celuloide y demás inventos aplicados a esa industria, hasta productores y distribuidores, y cuyo objetivo final no era otro que controlar el mercado cinematográfico en la medida de lo posible e impedir así la existencia de productores indepenientes que pudieran llevarse una parte del pastel sin pagar previamente el correspondiente peaje; pastel que la Motion Picture Patents Company consideraba de su propiedad. Finalmente, los empresarios independientes como Laemmle vieron cómo un pleito ganado en 1915 por William Fox contra la Motion Picture Patents Company lograría la desaparición de ésta pocos años después, dejando vía libre para el desarrollo de una industria del cine sujeta sólo, al menos teóricamente, a las leyes que impusiera el mercado en una economía de libre competencia. Entre tanto, en 1912, la IMP se había unido a otras compañías independientes para fundar la Universal Film Manufacturing Company -de la que Carl Laemmle terminaría siendo presidente-, primera denominación de lo que sería posteriormente la Universal Pictures Company. Universal se convirtió así en el primero de los grandes estudios creados en la costa oeste de los Estados Unidos, en la soleada California, una vez el negocio del cine abandonó casi de forma generalizada su asentamiento inicial en la costa este de Nueva York y Nueva Jersey, donde todavía residiría únicamente el control financiero de esta industria.

Lon Chaney, uno de los primeros grandes mitos del cine fantástico, interpretó al profesor Echo, el ventrílocuo,
en dos ocasiones, las correspondientes a las dos versiones de El trío fantástico (The Unholy Three) que se
produjeron en 1925 y 1930, dirigidas por Tod Browning y Jack Conway, respectivamente. La segunda de ellas
fue la única película sonora que interpretó el hombre de las mil caras y, por otro lado, última obra de su
estensa filmografía, algo más de 160 películas en alrededor de quince años.

La estrategia comercial de Universal era, inicialmente, la de producir películas de bajo presupuesto que comprometieran una inversión fácilmente recuperable. Pero la llegada de Irving Thalberg a los más altos niveles ejecutivos de la compañía, tras comenzar en el negocio desde abajo, cambió la orientación del estudio hacia proyectos de mayor envergadura. El posterior abandono de Irving Thalberg para irse a la Metro-Goldwyn-Mayer provocó que Julius, uno de los hijos de Carl y más conocido como Carl Laemmle Jr., pasara a responsabilizarse de toda la producción de la Universal, continuando con esa ambición por los grandes proyectos que ya había iniciado Irving Thalberg.

Ya dejando a un lado los antecedentes históricos del nacimiento de la Universal, y como punto de partida de lo que estaría por venir, hay que resaltar el que la productora tuviera bajo contrato a dos figuras íntimamente relacionadas con el cine fantástico, nada más y nada menos que a Lon Chaney y a Tod Browning. El primero había protagonizado para Universal, entre otras, El jorobado de Nuestra Señora de París (Wallace Worsley, 1923) y El fantasma de la Ópera (Rupert Julian, 1925), mientras que desde el otro lado de la cámara, Tod Browning tenía en su haber éxitos tales como El trío fantástico (1925), Garras humanas (1927) o La casa del horror (1927), esta última una parodia vampírica hoy desaparecida; aunque todas ellas con Metro-Goldwyn-Mayer. Con esta base y la idea heredada por Calr Laemmle Jr. de realizar una adaptación cinematográfica de la obra teatral basada en el Drácula de Bram Stoker, el cóctel estaba preparado, siendo Lon Chaney y Tod Browning, como actor principal y director, respectivamente, los asignados al proyecto.

Cartel de El doctor Frankenstein (James Whale, 1931), una de las más grandes películas de entre las que
compondrían los diversos ciclos terroríficos producidos por Universal Pictures desde los inicios de la década
de los treinta y que formaría parte de uno de los más trascendentales periodos de esplendor del cine de terror.


El primer problema a resolver para llevar a buen fin la empresa de trasladar a la pantalla la obra de Stoker era conseguir los derechos para su adaptación al cine, previa compra a la viuda de éste de los mismos, negociando igualmente con los autores de la obra teatral y con el propietario de los derechos de la misma. La muerte de Lon Chaney debido a un cáncer hace entrar en escena a quien se convertiría en otra pieza fundamental de la función, Bela Lugosi, que ya había interpretado al vampiro en los escanarios de Broadway con éxito, con lo que medio camino ya estaba hecho. El papel de Lugosi se complicó más allá de lo que habría sido la mera interpretación del conde; inició una serie de conversaciones epistolares y en persona con la viuda de Stoker que lograrían como resultado reducir en una importante suma el precio de los derechos inicialmente previstos. Con esto, el proyecto se puso en marcha definitivamente.

El resto de la historia ya es bien conocido, Drácula (Tod Browning) fue un increíble éxito comercial, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, lo que supuso para Universal un respiro ante las apreturas que la depresión económica surgida a raíz del crack del 29 estaba suponiendo para el país. Siguiendo con el camino iniciado se empezó a pensar en una nueva adaptación terrorífica, en este caso Frankenstein de Mary W. Shelley, de cuya adaptación teatral también se compraron los derechos. El actor inicialmente previsto para dar vida al monstruo fue, de nuevo, Lugosi. No obstante, tras las poco satisfactorias pruebas de maquillaje, el actor húngaro no se llevó el papel, recayendo el premio gordo a favor del todavía poco conocido Boris Karloff. El triunfo volvió a repetirse y El doctor Frankenstein (James Whale, 1931) consiguió llenar de nuevo las arcas de Universal. 

Fotografía publicitaria de Bela Lugosi en el Drácula de Tod Browning.
Aunque Lugosi fuera una de las grandes estrellas de todos los tiempos consagrada al cine de terror, sería éste
el papel de su vida y por el que seguro que todas las generaciones de espectadores le recordarán especialmente. 


La contundencia de estos dos éxitos no dejó lugar a dudas, Laemmle quedó convencido de que ése era el camino a seguir, y desde aquel preciso instante comenzó a forjarse una de las grandes épocas doradas para el cine de terror que, vista en perspectiva, fue monopolizada casi en exclusiva por una sola productora, como décadas más tarde ocurriría con la británica Hammer. Carl Laemmle Jr. estructuró todo un equipo, tanto técnico como artístico, que se dedicó a la producción de una serie de películas que siguiendo una línea muy definida, llevó a cabo la instauración del terror como género cinematográficos.


Tras Drácula y el monstruo de Frankenstein, otros fueron los monstruos clásicos que pasaron a engrosar la nómina de Universal: el fantasma de la Ópera, el hombre invisible, la momia y el hombre lobo principalmente, aunque en el caso del licántropo, pese a que sus dos primeras incursiones en la pantalla a manos de Universal, El lobo humano (Stuart Walker, 1935) y El hombre lobo (George Waggner, 1941), fueran realmente simpáticas y correctas, no llegaron nunca a destilar la magia y el encanto que consiguieron los dos monstruos que abrieron la veda. Hubo que esperar hasta La maldición del hombre lobo (Terence Fisher, 1961) para que los aficionados encontráramos la obra maestra, solitaria, eso sí, que le personaje merecía.

 
 ← Cartel italiano de El hombre lobo, uno de los monstruos clásicos que más tardarían en iniciar su particular ciclo y posiblemente el que menos logros terminó por dar entre todos sus socios terroríficos. 



Todos estos personajes dieron pie a varios ciclos que, finalmente, tras una etapa de relativo abandono del género por parte de Universal, volverían de nuevo. Eso sí, para caer en una dinámica de agotamiento de los distintos personajes, terminando con lo que se ha venido llamando cóctel de monstruos, donde en una misma película se reunían de forma habitualmente delirante varios de ellos, especialmente Drácula, el monstruo de Frankenstein y el hombre lobo; delirios previos a la posterior autoparodia perpretada en las películas del ciclo protagonizado por los cómicos Abbott y Costello. Sin duda, el cóctel de monstruos de mayor valía es La zíngara y los monstruos (House of Frankenstein, Erle C. Kenton, 1944), un auténtico pastiche dotado en su primera mitad de un considerable encanto, absolutamente carente de prejuicios y sentido del ridículo, con un Boris Karloff en el papel del falso Lampini, acompañado de su contrahecho ayudante Daniel, interpretado por J. Carrol Naish, que en verdad son una pura delicia. En realidad se trata de una película cuya estructura podríamos considerar compuesta de disimulados sketches, protagonizando el primero de ellos un conde Drácula con sombrero de copa al que da vida John Carradine, siendo éste precisamente el fragmento más divertido y de mayor brío del conjunto, y no precisamente por la presencia de Carradine. A partir de ahí decae mucho la trama, que se va arrastrando a través de una serie de tópicos protagonizados por un soso hombre lobo (Lon Chaney Jr.) a quien acompaña un monstruo de Frankenstein de lo más risible.

Boris Karloff como el Dr. Gustav Niemann y John Carradine como el conde Drácula en La zíngara y los monstruos.

Tal y como sucedió posteriormente desde finales de los cincuenta con Hammer, el cine de terror de la Universal, que dominó las décadas de los treinta y cuarenta, marcó una época de indiscutible trascendencia para el posterior desarrollo del género. Dejando a un lado, por obvio, la menor o mayor calidad de sus componentes, existen dos etapas claramente diferenciadas en el reinado de la productora, cuyo punto de inflexión sería precisamente el momento en que la compañía comenzó a tener ciertas dificultades financieras que ya en 1936 desembocarían en la necesidad de venderla, con la consiguiente desvinculación de Carl Laemmle Jr. del negocio. Ante esta situación, éste no tuvo más remedio que convertirse en productor independiente por un tiempo, hasta que el fracaso en su empeño le obligó a abandonar el mundo del cine. A partir de ahí, ya llegarían las secuelas más mediocres, a excepción de la apreciable La sombra de Frankenstein (Son of Frankenstein, Rowland W. Lee, 1939), seguidas de cerca por los ya repetidamente citados cócteles de monstruos y la posterior entrada en la escena terrorífica de los cómicos Abbott y Costello, momento en el cual podemos dar por terminada la época dorada del cine de terror  clásico de la Universal.   

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