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domingo, 29 de diciembre de 2013

LOS SETENTA - El último tango en París

TÍTULO ORIGINAL: Ultimo tango a Parigi
AÑO: 1972  
DURACIÓN: 129 minutos  
PAÍS: Italia/Francia  
DIRECTOR: Bernardo Bertolucci  
GUIÓN: Bernardo Bertolucci, Franco Arcalli y Agnes Varda  
PRODUCCIÓN: PEA Cinematograficia/Les Artistes Associés (Alberto Grimaldi)  
FOTOGRAFÍA: Vittorio Storaro  
MONTAJE: Franco Arcalli y Roberto Perpignani  
DIRECCIÓN ARTÍSTICA: Fredinando Scarfiotti  
MÚSICA: Gato Barbieri
INTÉRPRETES: Marlon Brandon (Paul), Maria Schneider (Jeanne), Jean-Pierre Léaud (Tom), Darling Legitimus (portera), Catherine Sola (Script de TV), Mauro Marchetti (Cámara de TV), Massimo Girotti (Marcel), Maria Michi (madre de Rosa), Giovanna Galletti (prostituta) Gitt Magrini (madre de Jeanne), Catherine Allégret (Catherine), Luce Marquand (Olympia), Marie-Hélène Breillat (Monique), Catherine Breillat (Mouchette), 
GÉNERO: drama // erótico / película de culto


ARGUMENTO

Destrozado por el suicidio de su mujer, cuyos motivos no alcanza a comprender, Paul -un ya maduro estadounidense, de agitada trayectoria vital- deambula por las calles de París. Al azar, coincide en un piso vacío con la jovencísima Jeanne, hija de un coronel del Ejército francés y prometida de Tom, cinéfilo lunático que se propone realizar, sin avisarle, un documental sobre ella. Del encuentro entre dos personajes tan diferentes surge una intensa relación que Paul se obstina en que sea exclusivamente sexual, sin nombres propios ni recuerdos personales. Jeanne acepta el juego, quizá por mera curiosidad, aunque poco a poco irá sintiéndose atraída por ese individuo extraño, despótico y vulnerable a la vez, que le impone una sumisión a ratos insoportable. Pero cuando Paul cambia de pronto las normas, se confiesa enamorado y le propone compartir un futuro convencional, ella huye despavorida y él la persigue por las calles, invade su domicilio y se cubre, burlón, con el gorro militar del padre. Jeanne le dice entonces su nombre por primera y última vez, al tiempo que le dispara en el vientre con la pistola de aquel, y Paul sale al balcón a morir, frente al panorama grisáceo de la ciudad.



COMENTARIO

Después de presentar casi simultáneamente en 1970 La estrategia de la araña (La strategia del ragno) y El conformista (Il conformista), Bernardo Bertolucci aborda el rodaje de El último tango en París, que iba a proporcionarle enorme resonancia internacional, y no tanto por su estremecedora profundidad como por su contenido supuestamente escandaloso. Prohibida en España hasta finales de 1977, pero también secuestrada en Italia, tras una denuncia ante los tribunales, y rechazada por alguna poderosa distribuidora norteamericana, fue sin embargo el punto de arranque de las grandes producciones de su autor, en una carrera progresivamente degradada después por su tendencia a la grandiosidad y el esteticismo.

Frente a todos los tópicos que cayeron sobre ella desde el momento mismo de su estreno, aparece hoy como una de las más agudas y desoladoras reflexiones que en torno a la condición humana ha ofrecido el cine a lo largo de su historia. Partiendo de un hecho fortuito y escasamente creíble en sí mismo -el típico comienzo en forma de "¿qué pasaría si...?", que ha dado pie a tantas obras relevantes de la literatura-, la película se eleva enseguida a la categoría de una auténtica tragedia contemporánea sobre la soledad de un individuo castigado por la vida e incapaz de asumir su fracaso, que se aferra, como última oportunidad, a la posibilidad de vivir una relación sin sentimientos, sin otra implicación que la puramente fisiológica, sin rastro alguno de compromsio personal. Porque, más que los golpes recibidos a lo largo de su triste existencia, lo que hundido definitivamente a Paul es el hecho de que su esposa haya decidido quitarse la vida sin que él pueda saber por qué. ¿Para qué han servido los años de convivencia si la pareja acaba siendo alguien perfectamte desconocido? Y el descubrimiento tardío de que ella había construido una especie de doble suyo en un huésped habitual del hotelucho que regentaba no hará más que ahondar en esa herida, multiplicando su desesperación y su rabia.

Jeanne, por su parte, se abre a la vida dispuesta a probarlo todo y acepta de buen grado un desafío que contradice las convenciones que han regido hasta ahora su comportamiento de jovencita burguesa. Se siente atraída por ese extranjero de pasado inescrutable y halagada por la fascinación que ejerce sobre él. Decidida a demostrar que es capaz de todo sin amilanarse, inicia un descenso a los infiernos en el que tendrá que soportar durísimas humillaciones físicas y psicológicas. Solo cuando Paul -que ha mantenido un atroz soliloquio ante el cadáver de su esposa, empezando a comprender su verdadera situación personal- vuelve a ella para proponerle una mediocre vida en común experimentará el vértigo de la repulsión, negándose en redondo y teniendo que escapar por las calles, en busca del amparo de su viejo hogar familiar. Y al verlo invadido por la arrogancia con que él intenta disimular que la necesita desesperadamente, recurrirá a un arma para liberarse por fin y después avisará por teléfono a la policía, justificando su muerte con motivos también convencionales y alegando que ni siquiera sabe su nombre...
 No es posible reflejar en unas líneas la cantidad, precisión y sutileza de las sugerencias de todo tipo -sobre la familia, la educación, la religión, la soledad, el afán de dominación- que Bernardo Bertolucci logra engarzar en un argumento insólito que parece girar en torno a la dificultad de las relaciones de pareja o la vinculación entre el amor y el sexo, por ejemplo. Por debajo de esa epidermis que en su momento pudo resultar "escandalosa" -aunque hoy se comprueba que es mucho más cruda desde el punto de vista conceptual, mientras que visualmente resulta incluso demasiado púdica-, el cineasta lanza una mirada devastadora sobre nuestras formas de vida y nuestros agónicos esfuerzos por disfrazarlas de auténtica convivencia.

Pero, por encima de todo, llama la atención el exquisito rigor con el que construye su discurso. Desde la compleja estructura temporal del relato, donde no es fácil determinar el antes y el después de los distintos acontecimientos, hasta la organización y significado de los diversos espacios en que transcurre la acción: en una ciudad moderna, gris y hostil, pero donde las ventanas y los interiores prometen una calidez anaranjada, Jeanne posee, como territorios propios, la casa familiar -cuya invasión no tolera- y la finca de su infancia, que ha sido allanada, en cambio, por el equipo de rodaje de su excéntrico novio. Paul, en realidad, no posee ninguno, porque después de vagar por todo el mundo se ha sentido siempre como un huésped más en el sórdido hotel de su mujer. Y por eso el apartamento vacío, ajado y sucio, que encuentran ambos al mismo tiempo, funciona a la vez como tierra de nadie propicia para unos encuentros singulares y como penúltimo refugio para ensayar una relación imposible. No hay mensaje ni moraleja: Paul estaba abocado a la muerte por su radical soledad y Jeanne quiso juguetear con todas las ruputras y acaba volviendo al redil donde había sido educada. En el desarrollo de tan cruel parábola desempeñan un papel fundamental la extraordinaria fotografía de Vittorio Storaro, que impregna de sentido los colores y la contraposición de ambientes; la música nostálgica, decadente y a ratos irónica de Gato Barbieri, y la formidable interpretación de Marlon Brando, que aportó numerosas connotaciones autobiográficas a la construcción de uno de los personajes más potentes del cine contemporáneo.

Queda dicho que la carrera de El último tango en París tuvo unos comienzos azarosos, pronto desbordados por el enorme éxito comercial que le proporcionó su fama de película erótica. Fue tachada de pornográfica por quienes seguramente no la habían visto, y decepcionó sin duda a muchos espectadores que se dejaron engañar por ese reclamo. Pero también desde el principio recibió grandes elogios de la crítica y con el paso del tiempo no ha hecho sino ganar en la consideración de quienes entienden el cine como un arte capaz de expresar de forma bella los más granes sugestivos pensamientos. Manuel Vázquez Montalbán lo formuló así, en Carlos F. Heredero (ed.), Bernardo Bertolucci. El Cine como razón de vivir (San Sebastián, Festival de Cine y Filmoteca Vasca, 2000): "La ensimismada angustia del personaje interpretado por Marlon Brando instrumentaliza a la muchacha prescindiendo de su identidad y obliga al espectador a asumir la dialéctica real de las relaciones humanas, un conflicto entre la norma y el instinto, la conciencia y la pulsión anexionista que puede llegar al canibalismo".

Un instante antes de caer muerto, Paul pega en la barandilla del balcón el chicle que ha llevado en la boca durante bastante tiempo. Curiosamente, al comienzo de La luna (1979), Douglas, padre del joven protagonista, encuentra uno idéntico en la misma posición y reprocha a su hijo que los deje por todas partes, estableciendo una sutil conexión entre ambas películas.

domingo, 28 de julio de 2013

PERSONAJES: Antoine Doinel

François Truffaut vivió una adolescencia descarriada, pero se salvó del arroyo gracias a un desmedido amor por el cine que llamó la atención del crítico André Bazin, a quien dedicó su primer largometraje, Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959). Una auténtica obra maestra que, con los primeros pasos de Chabrol, Resnais y Godard, marca los inicios de la Nouvelle Vague, el movimiento que rompe con la tradición clásica apostando por filmar en exteriores, recurrir al lenguaje y a las historias de la calle e innovar audazmente en la puesta en escena, entronizando al director como autor total de la película. 


Para su ópera prima, realizada a los 27 años tras varios cortos y muchas críticas publicadas en Cahiers du Cinéma, Truffaut quiso observar su pasado a través del ojo de la cámara retratando las correrías de un adolescente en las calles de París. Entre cientos de aspirantes, seleccionó a Jean Pierre Léaud, un chaval de 14 años en el que se reconocía. Así nació Antoine Doinel, su álter ego cinematográfico, el hijo no deseado de una pareja mal avenida que vive como una huida desesperada, de casa, del colegio y, finalmente, de un correcional, del que escapa para ver la playa, el mar, la libertad. Los inolvidables planos finales de la película confirtieron a Doinel en el iconográfico enfant terrible de la Nouvelle Vague, aunque, vista hoy, Los cuatrocientos golpes no destaca tanto por sus innovaciones formales, menos arriesgadas que las de Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1959), basada en una idea de Truffaut, o Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959), y más deudoras del influyente neorrealismo italiano. El deslumbrante debut de Truffaut, que tiene a un París fotografiado en blanco y negro por Henri Decaë como algo más que un simple telón de fondo, sigue impresionando por su fresco realismo y, sobre todo, por la ternura, desprovista de vanos sentimentalismos, con la que Truffaut se acerca a su protagonista. Doinel dista mucho del clásico e irritante niño de película: sigue estando más cerca de Los olvidados (Luis Buñuel, 1950) que de Cinema Paradiso (Nuovo cinema Paradiso, Giuseppe Tornatore, 1988).

Antoine Doinel, un personaje que tiene tanto de Truffaut como del propio Léaud, seguirá creciendo dentro del cine del afamado realizador francés a lo largo de cuatro películas más en un curioso "work in progress" que mezcla las vidas del actor, del director y del propio personaje. Después de Antoine y Colette, episodio de El amor a los veinte años (L'amour à vingt ans, 1962), film colectivo correalizado por Shintarô Ishihara, Marcel Ophüls, Renzo Rossellini, Andrzej Wadja y, por supuesto, Truffaut, el realizador estuvo a punto de casarse con Claude Jade, que da vida a la novia, mujer y ex mujer de Doinel en las tres últimas películas de la saga: la comedia Besos robados (Baisers voles, 1968), Domicilio conyugal (Domicile conjugal, 1970) y la aquí inédita L'amour en fuite (1978), que integra, a modo de flashbacks, fotogramas de los filmes anteriores. Entre ellos, la muy significativa imagen final de la serie, una escena rescatada de Los cuatrocientos golpes en la que Doinel, fugado del colegio, se sube a una curiosa atracción de feria, que gira a toda velocidad pegando a sus ocupantes contra la pared. Junto al pequeño Jean-Pierre Léaud, en esa secuencia aparece el mismo François Truffaut. Leáud, Doinel y Truffaut, juntos para siempre en la gran centrifugadora de la vida y el cine.


EL TRUFFAUT ORIENTAL
En ¿Qué hora es? (Ni neibian jidian, Tsai Ming-liang, 2001), Lee Kang-sheng compra un DVD de Los cuatrocientos golpes para sentirse cerca de una chica está en París, donde, por cierto, tropieza con Jean-Pierre Léaud. La conexión no es casual. El realizador taiwanés ha visto envejecer a su álter ego a lo largo de once películas.
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