jueves, 25 de julio de 2013

PERSONAJES: C. C. Baxter

C. C. Baxter es un ciudadano casi corriente. Vive en Nueva York, en un modesto apartamento alquilado (85 dólares mensuales) y presta sus servicios en una de las cinco principales compañías de seguros del país, cuya sede en Manhattan es un rascacielos ocupado por 31.259 empleados. Trabaja en el piso 19, un espacio gigantesco con varias e interminables filas de mesas; la suya es la número 861. Baxter es soltero, sin compromiso. Y un pobre y patético diablo, puesto que (y de ahí el adverbio inicial), por timidez o cobardía, o ante la posibilidad de verse sometido a acoso laboral por sus múltiples superiores, es incapaz de decirles "no" cuando le piden la llave de su apartamento para llevar a sus eventuales conquistas femeninas. Algo que sucede cada noche, a veces incluso dos veces por noche. El apartamento (The Apartament, Billy Wilder, 1960) transcurre en un frío invierno, con Baxter acatarrado y a un clínex permanentemente pegado dadas sus incontables horas nocturnas a la intemperie, en la calle o en un solitario banco de Central Park mientras caen copos de nieve. Cuando, en ocasiones, el picadero queda libre, las tareas domésticas de Baxter consisten sistemáticamente en: 1) recoger botellas vacías, vasos de cóctel, restos de galletas y alguna que otra prenda interior olvidada, 2) prepararse una escueta cena precocinada y zapear ante un televisor que solo vomita anuncios, y 3) acostarse y rezar para que no suene el teléfono desde algún club nocturno y deba poner de nuevo la llave bajo el felpudo.


La caricatura del ciudadano medio que Billy Wilder y su habitual compinche, el coguionista I. A. L. Diamond, esculpen (por no decir escupen) en El apartamento es de una crueldad y una mordacidad nunca antes ni después contempladas en una pantalla, con frases y diálogos que son puñales al rojo vivo. La endiablada perfección de esta inconmensurable obra maestra es fruto de la concatenación de un puñado de genios en su momento de mayor ebullición. Wilder y Diamond en primer lugar, claro está. Pero también Alexander Trauner, uno de los grandes directores artísticos de la historia del cine: el apartamento y la oficina de Baxter están entre los mejores decorados jamás vistos en una comedia. Pero no sería El apartamento la obra cumbre que es sin la presencia de Lemmon, sin menoscabo del resto de intérpretes, tanto principales (un inmenso Fred MacMurray como el jefazo de la compañía y una dulcísima Shirley MacLaine dando vida a la ascensorista de la que está secretamente enamorado Baxter sin saber que es la amarte de MacMurray) como secundarios (monstruos sagrados como Ray Walston, Jack Kruschen o Edie Adams); no sería El apartamento lo que es, decíamos, sin la presencia de Jack Lemmon, que tan bien dibuja a su personaje, a su monigote, a esa criatura insignificante, que hasta dirías que le huelen los pies. El hombrecito ridículo que asciende en la empresa como un trepa al revés: no haciendo daño a los demás, sino haciéndoselo a sí mismo. Wilder había dirigido a Lemmon en Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959) y quería volver a rodar con él. Por eso le ofreció este regalo, que al cineasta le rondaba por la cabeza desde que vio Breve encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1945), donde los amantes van al apartamento de un amigo en sus encuentros fortuitos. Wilder creyó que ese personaje anónimo, el que cede su hábitat para romances ajenos, se merecía una película como protagonista. Y cuánta razón llevaba.


UN INSIGNE PRECEDENTE
En Y el mundo marcha (The Crowd, 1928), King Vidor filma la fachada de un rascacielos, se acerca a una de sus ventanas, entra en ella y, en plano general, vemos un océano de mesas de trabajo con sus correspondientes empleados; la cámara se aproxima suavemente a la del protagonista, la número 137. Vean el principio de El apartamento y sorpréndanse.

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