sábado, 20 de julio de 2013

PERSONAJES: Charlot / Charles Chaplin

En su primer film, un corto de un rollo titulado Haciendo por la vida (Making a Living, Henry Lehrman, 1914), Charles Chaplin interpretó a un tipo de porte aristocrático, con sombrero de copa y monóculo. Para el segundo, Carreras de autos para niños (Kid Auto Races at Venice, Lehrman, 1914), rodado quince días después, el cómico recuperó la indumentaria de sus espectáculos de variedades de la compaía de Fred Arno, una amable caricatura del hombre de la calle de su Londres natal: un bombín, un pantalón ancho de talla, una chaqueta estrecha y un bastón de bambú; un melancólico bigotito de cepillo adornaría su rostro. Esa imagen perduró en el tiempo, de la Norteamérica anterior a la primera contienda mundial hasta los días previos al estallido de la segunda, pasando por los días cruciales de la Gran Depresión y lo largo de más de sesenta cortometrajes y varios largometrajes. No respondía, pese a la elegancia genuinamente británica con que vestía sus ropas, a un hombre con posibles, sino a un vagabundo en toda regla a quien el país de las grandes oportunidades se olvidó de darle la suya. La silueta más emblemática del séptimo arte.


Chaplin explotó ese pesonaje, llamado popularmente "Charlot" (nombre que ha sentado cátedra con el sustantivo "charlotada", recogido por la Real Academia Española), y le dio mil y un oficios esporádicos (árbitro de boxeo, conserje, bombero, empapelador, músico ambulante, prestamista...) sin que su registro central, el espíritu del "homeless", sufriera variación de uno a otro. Se enfrentó al mundo (un mundo que le disgustaba profundamente) revestido de picaresca, y siempre con un toque de galantería: cortés con las mujeres, educado con los caballeros. Y del hambre propia de todo vagabundo extrajo gags insuperados: en La quimera del oro (The Gold Rush, Chaplin, 1925), cuando el estómago aprieta, Charlot se zampa una de sus botas: los cordones son deliciosos tallarines, los clavos se apuran como muslitos de codorniz; en Luces de la ciudad (City Lights, Chaplin, 1931), borracho como una cuba, succiona una serpentina que ha caído en su plato de espaguetis sin darse cuenta; en Tiempos modernos (Modern Times, Chaplin, 1936), el obrero Charlot es elegido para probar, con resultados desternillantemente catastróficos, el invento que da de comer a los trabajadores sin que su producción se resienta; en El gran dictador (The Great Dictator, Chaplin, 1940), donde el actor se desdobló en un émulo de Hitler y un humilde barbero judío, este protagoniza, con otros miembros de su gueto, una escena hilarante presidida por unos apetitosos pastelitos con relleno sacrificial. Precisamente con ese barbero, charlotiano de pura cepa, despediría Chaplin a su mítico personaje para caracterizarse a continuación de Henri Verdoux, el assesino con causa de Monsieur Verdoux (Chaplin, 1947) y, a rostro descubierto, protagonizar Candilejas (Limelight, Chaplin, 1952) y Un rey en Nueva York (A King in New York, Chaplin, 1957).

Y entre risas y risas, el genial Chaplin calzó, no ya sentimentalismo a espuertas (que, durante décadas, fue esgrimido como espada de denostación por sus detractores mas furibundos, que los tuvo), sino una conciencia de cine social que hoy, cuando su obra se nos antoja más moderna que el noventa por ciento del celuloide que cada semana consumimos, todavía nos sobrecoge: como todo gran cómico, Charlot fue el sujeto catalizador de todas las grandeas y todas las miserias de este mundo facundo.

LAS DAMAS DEL VAGABUNDO
En sus cortos, Charlot tuvo como compañeras de reparto a Mabel Normand primero y después a Edna Purviance, de quien fue su pigmalión. Su pareja en Tiempos modernos y El gran dictador (y esposa entre 1936 y 1942) fue la bellísima Paulette Goddard. Pero quizás ninguna otra actriz en su cine nos ha encandilado tanto como la adorable Virginia Cherrill, la chica ciega de Luces de la ciudad.

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