Le bastaron poco más de veinte minutos en pantalla para petrificar no solo a la buena de Clarice Starling (Jodie Foster) sino a medio mundo, incluídos los miembros de la Academia, que le concedieron el Oscar al mejor actor. A Anthony Hopkins le llegó la oportunidad de hacerse famoso cuando menos se lo esperaba. De hecho, acababa de volver a Londres tras una década de intentos infructuosos por hacerse un hueco en Hollywood, convencido de que su futuro estaba en los escenarios del West End y en las producciones de calidad de la BBC. Fue entonces cuando recibió la llamada de Jonathan Demme, que estaba buscando un Hannibal desesperadamente después de que Robert Duvall, Robert De Niro y Gene Hackman le hubieran dado calabazas. Se acordó de la interpretación de Hopkins en El hombre elefante (The Elephant Man, David Lynch, 1979) y pensó que le pondría dar humanidad e inteligencia a un héroe potencialmente despreciable que tenía que cautivar al público. No se equivocaba.
Hopkins es famoso por aprenderse los diálogos al dedillo. Es su método para evitar los ensayos y conseguir que lo que ocurre ante las cámaras tenga un aspecto espontáneo. De ahí que la mente calculadora de este psicópata de postín, diseñado por el escritor Thomas Harris a partir de retazos de asesinos en serie tan célebres como Ted Bundy o Ed Gein, pareciera perfecta para un Hopkins que resulta seductor incluso cuando confiesa que se comió una lengua humana cocinada con habas y una copa de Chianti.
TRES VECES CANÍBAL
Con El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1991), Hannibal se puso de moda y Hopkins se subió al tren del éxito sin billete de vuelta. Se comió los sesos de Ray Liotta en Hannibal (Ridley Scott, 2001) y cumplió como artista invitado de El dragón rojo (Red Dragon, Brett Ratner, 2002). Menos mal que para Hannibal, el origen del mal (Hannibal Rising, Peter Webber, 2007) estaba demasiado viejo para interpretarse de joven.
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